Yendo por el camino de las siemprevivas, por el sendero de los caracoles,
podían divisarse sus vitrales encendidos de música y hogueras desmedidas.
Desde las altas torres recitaban el número preciso de todos los eclipses
y expulsaban bandadas de palomas que cruzaban el alba hacia el refugio de los carrizales.
Su huerto era salvaje, desprolijo, un huerto sin plantíos, un caos de rosales, achiras, margaritas junto a las altas tapias de la entrada
y, hacia los carrizales de la frontera norte,
un territorio yermo donde sólo cantaban los filos de las cañas contra redes de urdimbres sitiadas por el óxido.
Eran rudos.
Contaban y cantaban con voces de begonias o amarantos.
Calzaban una risa escandalosa mientras flotaban sobre los terrones como si no pudieran con el júbilo.
No existían los robles en su escudo,
sólo antiguos pinares, sólo sauces, timbóes, laureles o quebrachos
y la luna que siempre los seguía como un nardo de plata.
Tenían, casi todos, miradas transparentes como las alas de las mariposas.
Eran altos, hermosos, pacíficos, risueños a fuerza de talar en las mañanas la memoria de todas sus desdichas.
Ninguno custodiaba injurias ni tristezas en arcones de fresno o paraíso.
Nadie montaba guardia para cuidar angustias.
Junto a la entrada sur de su castillo, las almas de los pálidos vecinos suplicaban un poco de silencio
pues se hacía imposible escuchar la oración de las aljabas a la hora en que el ángel vagaba en los jardines.
Desde sus altas torres desposaban violetas, alhelíes, varitas de azucena o jacintos azules,
mientras en los rincones escondidos
la antigua dama de lo apetitoso preparaba pasteles con cebollines verdes, azúcar escarchada, promesas de olivares,
canastillas de huevos hurtadas al nidal de las gallinas, carne desmenuzada sobre su misma sangre, uvas de piel rugosa, cominos, pimentones,
y se ofrecía arroz en sacrificio
y hasta se devoraban los azahares espolvoreados con lloviznas breves servidos en bandejas que humeaban todavía.
Yendo por el camino de las siemprevivas,
por el sendero de los caracoles,
podían divisarse sus vitrales encendidos de música y hogueras desmedidas.
Encendidos de música.
Encendidos.
Para Tiago Segades Porta, príncipe de los elfos, señor de los olivos, heredero de ausencias.
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Música
Esta obertura ha sido creada especialmente para el libro por el músico Raúl Segades, padre de Tiago.
Historias para Tiago ( obertura) by Raúl Segades
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