Los regueros de hormigas treparon por encima de retamas, madreselvas, bignonias, hiedras enamoradas de los muros,
escapando de los presentimientos que avanzaban sin pausa entre los estertores de las hierbas.
Fue cuando en la alta lluvia desmadraron su furia los estanques.
Y las hojas de todas las begonias, de todos los geranios se ahogaron en el lodo, en el limo salvaje, en la audacia del cieno.
Cuando anduvo la muerte rondando como un cuervo sobre el jacarandá, sobre los plátanos.
Y un enjambre de lirios desveló su tristeza en la alta arquitectura del silencio.
Y era otoño.
Y llovía.
Cuando la soledad erró por los caminos con su antifaz de tul, sus lentejuelas, sus torpes canutillos recamando vulnerabilidades, racimos de infortunios.
Pero dolían con dolor estricto.
Y centurias de hocicos afilados emigraban al este esquivando las fauces de la noche que ya estaba naciendo.
Y los ángeles niños alineados en todas las cornisas no encontraban plegarias.
Y los dioses se habían escondido de los hombres para no conjugar explicaciones.
Y los lobos.
Los lobos ululaban un pavor iracundo.
La luna estaba grávida de sombras.
Con su párpado negro, con su túnica negra, con sus negras puntillas, sus negros abanicos,
navegaba entre nubes pronunciando en secreto los nombres de la ausencia, desgarrando las médulas del miedo.
Pero el agua seguía con su juego siniestro.
A ras de la demencia decretaba la asfixia, inundaba rincones, altares, alacenas, proyectaba los días del olvido.
Fue en mitad del otoño.
En el atardecer del penúltimo eclipse.
Abril ya se aprestaba al holocausto de viejos calendarios.
A la hora en que los pálidos señores, el señor de las viñas, el señor de las paltas, los antiguos pastores de los nardos, crespones y jazmines,
treparon por las frondas a custodiar la luz de las luciérnagas, la antigua ruta de las mariposas,
los bulbos sepultados por los dedos del fango hasta que se fundara la mañana.
Entonces, sobre el llanto, sobre la integridad de las violetas, sobre el despojo y los escalofríos, el agua fue rindiendo sus baluartes.
Sin arrepentimientos.
Sin apremios.
Como si no pudiera con los pájaros.
Para Tiago Segades Porta, príncipe de los elfos, señor de los olivos, heredero de ausencias.
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Música
Esta obertura ha sido creada especialmente para el libro por el músico Raúl Segades, padre de Tiago.
Historias para Tiago ( obertura) by Raúl Segades
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