La actitud que mantienen los pueblos primordiales -habitantes de reinos paralelos- hacia las dinastías de los seres humanos
es casi imprevisible, rodeada por los halos del misterio y esquiva como pocas.
Sólo quienes reciben el número secreto de todos los solsticios,
las almas obstinadas que derrotan las cóleras lunares,
los héroes que aseguran cada salvoconducto a fuerza de templanza,
reciben el legado a través de leyendas y retratos
y les es permitido conocer los rincones de la noche donde nace la magia.
Porque hubo un tiempo, antes de la sombra, donde la convivencia con sabios nigromantes impedía que nadie ignorara los códigos,
los símbolos antiguos grabados en la piedra con cinceles de fuego.
Fue en la edad de los lobos, de las torres malditas, de oráculos de azogue, de aguas que iluminaban las oscuras cavernas con resplandor de nácar
y aquel presagio ardiendo en las gargantas de todas las magnolias.
Fue en los días del pájaro silbando desde las nomeolvides y el oído del hombre que escuchaba, bajo los olivares desvelados,
como el silbo nocturno llamaba a los rediles sus rebaños de sueños mientras todos dormían en los huertos
y el pájaro insistía junto a las nomeolvides a punto de estallar la medianoche.
Fue al comienzo de todas las mareas,
cuando andaban los dioses amasando en el légamo para parir gigantes, bosques como marañas espinosas,
hombres de piel sombría, montañas erizadas, miradas inocentes, alas tenues, zarpas como cuchillos,
arboledas proscriptas, racimos de pecado, mujeres como estatuas y zarzales ardiendo en los desiertos.
Cuando al este de todos los destierros, en la colina de las calaveras,
los maderos trenzaron su estructura de miedo inexplicable
y la sangre corrió por las mejillas en la descarnadura de la pena, como una roja lluvia bienhechora fecundando los surcos henchidos de palabras.
Y el eco de su nombre repetido rebanó el calendario como un filo tajante.
Y todos los eclipses se enfrentaron sobre aquellos peñascos sin sellos ni escondrijos.
Hasta que al fin, en un jardín oculto, floreció, bella y triste, la esperanza.
Y la vida, de nuevo, triunfó sobre el silencio.
Aunque pocos recuerdan el mensaje tallado sobre las soledades de las piedras con cinceles de fuego.
Para Tiago Segades Porta, príncipe de los elfos, señor de los olivos, heredero de ausencias.
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Música
Esta obertura ha sido creada especialmente para el libro por el músico Raúl Segades, padre de Tiago.
Historias para Tiago ( obertura) by Raúl Segades
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