Los antiguos señores tendían en el aire las alas de alabastro.
A la sombra dormían los cachorros nacidos de su sangre.
Tenían manos puras.
Recogían con ellas el alma de las flores, fresias, jazmines, rosas y glicinas, las bayas y los frutos.
Desposaban los hilos de la urdimbre con su aguja dorada como un rayo de sol que se filtra sin prisa en la demencia de los tilos.
Encendían guisados en calderos oscuros cuya entraña de cobre se saciaba con bulbos subterráneos, desnudeces de mansas avecillas, espadas de maíz y calabazas.
Los antiguos señores no cantaban.
Inventaban historias mientras viajaban entre los rododendros y su tono era dulce como la miel del bosque,
un tono de panales desvelados.
No sabían cantar. Nunca cantaban.
Tejían destejían sus relatos de duendes o gigantes capturados en la densa maraña de la siesta,
cuando el mundo era un caos y las hadas vagaban erizando la magia a paso de fantasma.
Claro está que su embrujo acontecía en la edad de las trenzas, cuando en las galerías del silencio nacían orfandades
y tulipanes de corolas azules o bermejas -según la luz quisiera iluminarlas-.
Los antiguos señores tensaban en la tarde sus redes de diamelas,
sus salvajes vitrales, sus arcángeles blancos.
Guardaban en arcones los tesoros traídos de los reinos lejanos:
aguamarinas, perlas, esmeraldas, aventuras en sepia, bitácoras de viaje,
ajados palimpsestos tatuados en idiomas que casi nadie osaba pronunciar en voz alta.
No sabían cantar. Nunca cantaban.
Solían elevarse sobre las nomeolvides con sus mantos de pálidas tristezas
y hablaban de la vida y de la muerte como si hablaran de las mariposas
aunque a veces mostraban sus garras como acero, sus colmillos de nácar,
como si fueran animales de ojos verdes untados por el óleo funerario de todas las tristezas.
Y con gestos de pájaro y lejía rompían telarañas entre las hierbas buenas.
Calzaban sus peinetas de marfil, sus horquillas de hueso, sus delicados pies de porcelana, sus alas de alabastro
y contaban historias como quien enumera las luciérnagas en las ardientes noches en que el calor devora la orilla del verano.
A la sombra dormían los cachorros nacidos de su sangre.
Para Tiago Segades Porta, príncipe de los elfos, señor de los olivos, heredero de ausencias.
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Música
Esta obertura ha sido creada especialmente para el libro por el músico Raúl Segades, padre de Tiago.
Historias para Tiago ( obertura) by Raúl Segades
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